Mientras estoy despierto

Arquitecto

Vivía en el tercer piso de aquel bloque. Mi casa la tenía más que vista ya, la de mi vecino de la izquierda también. La que más fascinación me producía era la que se encontraba a la diestra de la mía: Aquella que llevaba por letra la posterior a la mía. «Es una casa esquiva», pensé cuando la conocí. Podía imaginarme cómo era por las imágenes que me llevaba de ella a plena luz del día: podía vislumbrar con mis ojos técnicos y precisos cada esquina, cada rincón, cada sombra. La imagen mental que tenía de ella era equiparable a la perfección. Me obsesioné con decírselo todo con mis ojos, con mis miradas desde la acera de enfrente, desde la mirilla. Sentía que debía ser reconocido el arte que plasmaron en ella, y quería creer que ella me sentía observándola, reconociendo , si no por lo menos considerando fríamente, que era en efecto una casa distinta.

Desde un principio, la casa calló. Encontré, en una de mis inspecciones del entrador, una pequeña llave con la letra del domicilio sitiado en ese bloque.  Me acerqué poco a poco a la puerta de madera con las manos sudorosas. La llave fue rechazada por el cerrojo con angustia y desazón, llegando a límites que rozaban la pasividad, el desdén. No lo entendía. No lo llegué a entender, creo.

No respondía a mis miradas, hacía oídos sordos a mis pensamientos. Poco a poco fui cavilando.  No esperaba que respondiera, de hecho, pues había estado deshabitada desde que construyeron el bloque. Si nunca había conocido algo diferente al vacío, ¿Por qué salir del vacío? Es lógico. Mi mirada de arquitecto fue apagándose poco a poco, no sin andar ligada al acuchillante sentimiento de pérdida. La casa se alejaba, en silencio. Pasaron los años y todo seguía igual. La casa no quería oír cuán hermosa era.

Una noche, bajo el silencio del recibidor de mármol de aquella desconocida, me desveló un chasquido metálico que parecía venir de fuera de mi casa. Salí apresurado a descubrir la fuente del sonido. Nada. Cuando me giré y me decidí a volver a la cama, oí el chasquido otra vez. Me volví lentamente y fijé mis ojos en el cerrojo de la puerta. Ladeé la cabeza. Saqué la llave de mi bolsillo. Se había oxidado con el paso de los años. La introduje en el cerrojo, pero no abría. Mi vista bajó lentamente hasta el suelo y comprendí.

 «Pude salvarte una vez, pequeña» -Dije, musitando. «Pero la llave se ha acabado oxidando.»

Ley, neutralidad y caos

Desde que existen los juegos de rol, es decir, los que asignan una clase y función a cada uno de los jugadores, existen nombres para denominar a cada uno de éstos según su inclinación moral hacia el resto de jugadores. Encontramos, en el lado izquierdo de la balanza, el legal bueno, el legal neutral, y el legal malvado. En el medio de la balanza encontraríamos al neutral, que puede ser tanto completamente neutral como bueno y malo. En el otro lado de la balanza encontramos el caótico bueno, el malo, y el neutral. El neutral caótico. Éste último es el que más atención suscita: es el llamado espíritu libre, al que el bien y el mal no parecen interesarle lo más mínimo y actúa por y para sí mismo. Es aquel que, si lo ve oportuno, puede clavarte un cuchillo en la espalda de parte de X persona para luego asesinarle a él, como ya digo, si entra dentro de sus planes de futuro. No tiene una pauta seguida, no se rige por una moralidad definida, no establece unos principios sólidos. No porque no pueda elegir, sino porque ya los ha elegido. Es la paradoja de considerar que dentro de la nada se encuentra el todo: una persona aparentemente vacía de moral (independientemente de sus inclinaciones y de lo que nosotros mismos consideremos como bueno y malo) puede precisamente haber decidido «hallarse así», y estas decisiones configurar su moral. Es difícil de comprender, por supuesto, la psicología humana es muy subjetiva e intrincada. Consideremos así que un neutral caótico no sabe qué decidir, sino que decide «no saber» qué hacer hasta que llega el momento y considera la situación es beneficiosa para su persona. Actúa en consecuencia a lo que le beneficia y le es muy indiferente los demás.

Ahora bien, pensemos que esto no es solamente aplicable a los juegos de rol. Por supuesto que no lo es, podemos encontrar algunos ejemplos de estos personajes en nuestro mundo, pero el que parece predominar es el neutral caótico con creces. Todos tenemos algo de neutral caótico de vez en cuando, y esto es así. Actuamos más por y para nuestro bienestar que por y para el de los demás, a pesar de que tengamos inclinaciones «buenas», entrecomilladamente hablando. ¿Por qué las comillas? Porque la moral no es universal, por mucho que parezca que hemos llegado a una serie de preceptos básicos que parecen tener sentido y son llamados «Universales». No es universal debido a la diversidad de opiniones, aunque las raíces sean las mismas para todos: «Matar es malo«. En las ramas del árbol podemos encontrar argumentos que, bien mirados, justificarían algunas partes de esto. No hablo de manera radical, no pretendo excusar este hecho, hablo de manera objetiva, y se sabe que las posturas frente a afirmaciones como esta son diversas: Diversidad de opiniones. De aquí se puede deducir que la moralidad no es universal, es subjetiva. Mi forma de ver la vida y las situaciones puede ser considerada inmoral por tu parte, y viceversa.

Retomando lo anteriormente dicho, de aquí nace que todos tengamos algo de neutralidad caótica dentro de nosotros. No por nosotros mismos, sino por los demás. Si yo afirmo «Soy neutral caótico», no será porque yo me vea así mismo, sino porque la visión de los demás sobre mi forma de actuar será esa. Yo actúo en consecuencia a mi moralidad, que no está bien vista por ti, pero es mía y ni puedes ni deberías juzgarme, porque yo puedo sacar punta a la tuya por algún lugar. Nadie es perfecto porque todos somos diferentes, vaya, y nadie puede hablar porque todos podríamos hablar de él.

Demonios

Aprendes a convivir con las ojeras, supongo, noche tras noche, día tras día. Han acabado haciendo mella en tu mirada, dubitativa si acaso, aunque no perdida del todo, tan sólo te cuesta enfocar hacia la verdad. Te pierdes entre las sábanas cuando la luz del día desgarra el tejido de la oscuridad, con resaca de la existencia sobre tus ideas y la presión de la sangre corriendo por las venas de tus brazos.

Las hojas levantaron las manos en un grito de angustia aquel día y se suicidaron de la copa de los árboles al verte llorar desconsoladamente, al oír tus lágrimas salpicar contra la mesa que golpeaste con tus puños miles de veces. La saturación de la visión de tus ojos comenzó a rodar cuesta abajo la colina, diste la vuelta al reloj de arena de la ponzoña.

Dame la mano y levántate del suelo sucio, sacúdete la arena de los zapatos y demos una vuelta para despejarte la mente. Les pegaré un tiro en la nuca a todos y cada uno de tus demonios.

Los relojes marcan algo más que la hora

Siendo como era un hombre de manías, raro era que no pensara que no le quedaba bien ningún reloj en su muñeca. O se ajustaban demasiado y le cortaban la circulación, o no marcaban el tiempo de manera precisa, o eran demasiado pesados o las varillas sonaban ásperas a sus oídos de violinista. Pasó mucho tiempo recorriendo las relojerías del centro de la ciudad, escudriñando de acá para allá todas y cada una de las vitrinas en busca del reloj que satisficiera sus, más que demandas, súplicas. Pero no lo encontró. Desistió y casi asimiló un complejo de fracaso vital en su búsqueda tras largos meses de fatigado esfuerzo: deambulaba por las calles de la urbe con la mirada perdida y sin chispa alguna en ella.

Un día, sentado en el borde de la acera de la calle mayor, oyó el tic tac del secundero del reloj perfecto. Creyó oírlo, pues al inclinarse sobre el objeto que parecía emanar el sonido descubrió que la esfera rota y rayada albergaba unas manecillas paradas, quietas. No hizo sino preguntarse cómo el eco de un sonido tan agradable pudo un día existir en un reloj ahora tan destrozado. Más aún, se cuestionó sobre la destrucción del mismo. Parecía haber sido hermoso, a pesar de las apariencias que ahora presentaba. No se lo pensó dos veces: Alargó su brazo y cogió el reloj.

El resto de relojes poco podían hacer contra el que ahora yacía sobre su mesita de noche, abierto y con la mecánica interna al descubierto. Dedicó día y noche a arreglarlo durante sólo él sabe cuánto tiempo. No necesitó otro motivo más que la imperante necesidad que sentía de poder verlo arreglado, de poder oír su tic tac. Lo consiguió. Ahora lleva el reloj en su muñeca.

¿Arreglamos relojes rotos para conseguir volver a escuchar el tic tac del secundero? Sentimos cierta predisposición por los poco cuerdos, los destruidos. Tal vez queremos volver a escuchar el tic tac.

Falacias, consecuencias y el motor de la coherencia

Todos sabemos que 2 + 2 = 4 porque nuestras bases matemáticas han sido formuladas así: Un conjunto de verdades intrínsecas, relacionadas y coherentes que mantienen mi afirmación pegada y coherente e impiden que 2 + 2 = 5. Cuando descubrimos una falacia como esta en seguida reaccionamos: «2 + 2 no son 5, son 4». Tanto por deducción matemática como por verdad empírica, nos hallamos ante un conocimiento universal formulado desde una base empírica. Lo verdadero generará más verdad, es decir, partiendo de unos cimientos establecidos como axiomas matemáticos, descubriremos que podemos realizar cálculos complejísimos, pero que siempre serán verdad . Este aluvión de pensamientos serán así pues más fáciles de comprender para una persona que ha desarrollado un método sistemático y abstracto de desglosar las ecuaciones, como si de código fuente de un programa se tratase: «2 + 2 siempre serán 4, el resto es todo mentira, el programa me tira un error» diría en su propio idioma.

Aún así, ¿Qué ocurriría si viviéramos desde el comienzo bajo el yugo de un error? El error primigenio sería imposible de descubrir, ya que al recorrer las conexiones lógicas de nuestro pensamiento hasta el aparente principio, nuestro propio sistema nos daría el mensaje de «Todo OK, ningún error». De haber cometido un error a la hora de fundamentar las matemáticas tal y como las conocemos ahora (Incluso las más simples), nosotros no seríamos capaces de averiguarlo. Pongamos por ejemplo (Muy mal ejemplo en este caso) que desde el principio 2 + 2 eran realmente 5, pero debido a un error, la desviación de una unidad dio lugar a unas verdades empíricas erróneas. No lo sabríamos, no podríamos saberlo. Simplemente, todo nuestro universo inteligible está compactado y cerrado de manera hermética, tiene sentido para nosotros ahora mismo, es aquello a lo que estamos acostumbrados y aquello que podemos desmenuzar y traducir a nuestra forma de concebir la lógica.

Llevado al terreno de la conciencia, la lógica es algo a tener en cuenta. La ruptura espontánea de todo aquello que consideramos normal puede llevarnos a dar un paseo por el valle de la incertidumbre y creer que «La coherencia se ha roto». Pongo por ejemplo una conversación entre dos personas que se conocen de bastante tiempo. Saben como actúan, saben como reaccionan entre ellas, pero llega un momento en el que una de las dos personas realiza un acto o dice algo que rompe los esquemas de la otra, de manera suave, violenta, áspera… El cómo no importa realmente, importa el qué. Estos esquemas rotos rompen más esquemas hasta llegar al centro neurálgico de nuestra existencia: La lógica. Es decir, las verdades parecen ir cayendo una tras otra hasta llegar a la verdad original: ¿Ha perdido el mundo el sentido de golpe? Fuera de nuestra conversación con esta persona, nos encontramos tan afligidos por la caída de nuestros pilares que los demás caen por efecto dominó. La mítica frase «¿Es que nos hemos vuelto locos?» perfectamente podría derivar de una situación similar, tras un punto de inflexión en el que todo lo que considerábamos verdad se cae de golpe y poco podemos creer de lo que nos queda.

Tal vez después de todo esto la humanidad se suma en el caos más profundo si algún día descubre que 2 + 2 realmente sí que eran 5.

En la arista

    Este soy yo, ese eres tú: dos gotas de agua, y estás encima de la montaña del éxito, pero un día empiezas a rodar por la colina y dubitativo te dices: «Espera un momento, soy una gota de agua de la cima de la montaña, no pertenezco a este valle, a este río, a esta garganta oscura». Te sientes confuso, y es cuando estás evaporándote lentamente en el aire, hacia arriba, más allá de cualquier cima de montaña, hacia los cielos, cuando entonces comprendes que fue en tus momentos de bajeza cuando estuviste más cerca de Dios, porque la vida es un viaje cíclico y sempiterno, en el que el final está más cerca del nuevo comienzo. Si necesitas cambio… realiza el viaje, sé una gota de agua rodante, deshazte de las ataduras invisibles de tu alma. Gravedad, evaporación, amor, creatividad. Es en los momentos más oscuros en los que los agujeros de la pared dejan que luz interior salga fuera, pero las luces focales no te permiten ver la luz interior.

Casey Affleck – I’m still Here

Somos todos gotas de agua, pequeñas gotas de agua rodantes: Unos saben por qué lo son, saben hacia dónde se dirigen, incluso vuelven a su valle y a su garganta con alegría, mientras otros se preguntan si realmente «He aquí el final del camino». Vivimos bajo el yugo del hacha del olvido constantemente, luchando contra la fricción de las rocas que impiden que nos deslicemos hacia un nuevo comienzo. Hablo del comienzo que hay en los finales y del final intrínseco de los comienzos, pues si no existiera uno no podría existir el otro, y es lógico pensar que todo lo que comienza acaba, no hay nada imperecedero por mucho que se le quiera atribuir engañosamente esa cualidad. Esto es algo a lo que debemos acostumbrarnos y perderle el miedo. Hablo más por mi que por «la humanidad» realmente.

En nuestras manos se encuentra, sin embargo, determinar el atrezzo de cada comienzo y final de etapa y el guión mismo de la representación posterior. Es un carpe diem suavizado, es más que nada un llamamiento a la cordura y al intento de evitar letargo por las sobrecavilaciones. Tras caer el telón debemos recoger los pedazos del escenario y enfundarnos en nuestro abrigo de piel. ¿Hace frío? No te lo niego, pero por suerte el cuerpo humano aún radia calor; el día que dejes de hacerlo sabrás que has encontrado el final del camino. Hasta entonces deja que los agujeros de la pared te dejen ver la luz interior.